prólogo

por Sebastián Álvaro
Periodista, escritor, alpinista, realizador, conferenciante y creador de «Al filo de lo imposible»

sebastian-alvaro¿Tiene sentido ir a contra corriente de las modas escribiendo un libro sobre la necesidad de tomarse la montaña, y en general la vida, con más calma?…
Pues lo tienes entre las manos querido lector.
Nadie nos tiene que decir que cada día vivimos más rápido pues es algo que comprobamos a nuestro alrededor desde hace tiempo. La comida rápida,“fastfood”, sólo sería la punta del iceberg de una sociedad donde los ciudadanos apenas disponen de tiempo libre para sí mismos. Se corre por las calles, los trabajos tienen que ser más eficientes, es decir sin pausas y a un ritmo cada vez más exigente, se come al mismo tiempo que se trabaja, acabando con la magnífica tradición latina de compartir la comida charlando, con una larga sobremesa y una buena siesta; los trenes y los aviones son más veloces, sólo los atascos nos hacen más desesperadamente lentos y, al final, toda nuestra vida se acelera, sin que sepamos porqué, en una sociedad alienada que ha perdido el sentido-quizás por estar sometida a cambios, cada vez más profundos y rápidos- y en la que hay un creciente número de personas marginadas, en el sentido que una pintada de mayo del 68 simbolizó en las paredes de Paris: “Que paren el mundo que yo me bajo” Frente a esa realidad estresante nos quedaban las montañas como el último refugio de belleza, soledad y silencio. El último lugar donde encontrar el sosiego necesario que, sobre todo, las grandes ciudades nos niegan. Pero ya no es así. Las últimas modas han terminado de romper el ritmo tradicional y la filosofía adquiridos durante más de 200 años de alpinismo y montañas en soledad. Hoy en día se celebran más de 1.000 carreras en nuestras montañas y eso sin contar con las que no están registradas ni las numerosas personas que salen a entrenar todos los fines de semana y que han terminado por convertir algunas de las montañas próximas a las ciudades en auténticos estadios de atletismo. Creo que el autor, Juanjo Garbizu, estará de acuerdo en asumir que no somos contrarios a la actividad de correr en algunos espacios naturales, siempre y cuando no se moleste a las personas que quieran gozar con tranquilidad de los mismos, se perturbe a la fauna del lugar o se perjudique el medio ambiente. Simplemente, quizás, haya que acotar estos espacios para que unos y otros puedan llevar a cabo sus actividades sin fricciones. Tampoco estoy en contra del esquí, actividad que practico siempre que puedo, cuando me opongo a que urbanicen un valle o construyan una carretera para hacer una estación de esquí en lugares donde se destruiría su belleza. Simplemente reivindicamos otra forma de ir a la montaña, más sosegada, saludable y natural. Una forma que yo explicaría como el “Sentimiento de la Montaña” y Juanjo reivindica dentro de un movimiento más amplio llamado Slow Mountain. De eso es lo que trata este libro. Creo que es más necesario que nunca.

No hace mucho se anunciaba que Kilian Jornet quería subir corriendo al Everest. Supongo que sería el símbolo supremo de los corredores. Aunque fue un intento fracasado es posible que algún día se haga realidad. Sin duda puede argumentarse, con datos inapelables, que Messner, Loretan y Troillet, defensores del alpinismo clásico, ya han subido muy rápido al Everest y otras montañas. Pero, si se me permite discrepar, hasta ahora había alpinistas que a veces iban rápido por cuestiones de seguridad, pero lo que les impulsaba era la filosofía de la que se consideraban herederos y el estilo, cada vez más ligero, con el que acometían la montaña. Otros muchos, además, como Kukuczka, Kurtyka, Casaroto y buena parte de los mejores alpinistas de los países del Este, preferían asumir un mayor grado de exposición, escalando durante muchos días, por ejemplo, mientras abrían una nueva ruta en estilo alpino en la cara sur del K2. A todos ellos les interesaba más la montaña que el atletismo, la ética más que el record. Es eso lo que ahora está cambiando. Y es sobre esa otra forma, clásica, de la que de manera sugestiva Juanjo Garbizu reflexiona y nos enciende el corazón.

Porque estas páginas están llenas del sentido común que proporciona la experiencia en montaña, de reflexiones acertadas y de aportaciones curiosas (desde la imagen del caracol a la de reivindicar el slow sex, el sexo tranquilo, frente, supongo, a tanto gimnasta del sexo que aporta la industria del porno barato), pero también de rigor cuando nos descubre que caminar de forma tranquila en el medio natural es lo más saludable para el organismo, tanto para el cuerpo como la mente, que además fomenta la creatividad y nos permite ganar tiempo para nosotros mismos. Ese que nunca tenemos. Hace años que numerosos estudios han demostrado que caminar tranquilamente por un medio natural, como es la montaña, ajeno a las multitudes y el bullicio, fomenta el descanso necesario del cerebro, algo imprescindible en un mundo donde rara vez dejamos de mirar el teléfono, el ordenador, las pantallas por la calle o la televisión, y la cabeza deja de estar asaltada por estímulos visuales y sonoros. En una palabra, necesitamos más que nunca otro ritmo y otra filosofía, los que convierten la misma cosa-ir al monte- en otro deporte. Cualquiera que haya leído a los clásicos griegos y romanos convendrá que es un debate que viene de lejos, pues de Aristóteles a Cicerón numerosos pensadores han alabado el acto de caminar como estímulo del pensamiento y la salud. Y cualquiera que haya ido de caminata al Karakórum lo habrá sentido en carne propia. Los baltíes, de la misma forma que los fieros pastunes, siempre contestan con un “InchAllah” cuando se les pregunta por algo que necesita una respuesta rápida y concreta. Por ejemplo si al día siguiente podremos subir a un collado o llegaremos al lugar previsto para acampar. En realidad no quieren que nadie les violente el ritmo de la montaña, su propio ritmo; en castellano tenemos una palabra que quiere decir lo mismo y que, naturalmente, proviene del árabe: “Ojala”, aunque quizás la frase que más se acerca a lo que expresan era la que decían nuestras madres: “si Dios quiere” Que, en el fondo,no sólo supone abandonarse en manos de la divinidad sino tener otra concepción más relajada y flexible del tiempo y, claro está, también de la vida. Me costó un par de expediciones comprender, y más tarde compartir, su punto de vista. En las montañas de Pakistán el tiempo no lo marca exclusivamente el reloj, sino los ciclos vitales. Porque hay otra medida del tiempo diferente de la que marcan los años, los meses, las horas o los minutos. El tiempo también se mide en profundidad, intensidad, emociones, hondura. Lo demuestran estas páginas llenas de amor por la montaña, de puro Sentimiento de la Montaña. En este otro “tiempo” lleno de emociones, vale tanto la forma en qué se vive cómo los años que se viven. Valen tanto las cumbres como el camino que nos guía hasta ellas.

Es entonces cuando ir a la montaña se convierte en un ejercicio que trasciende el deporte. Cuando cada bosque y cada árbol tienen su sentido, cada pájaro su función, cada río forma parte de la sinfonía de la naturaleza. Tal vez por esto mismo Italo Calvino dijo que en momentos así  es “como en una partitura musical donde no se puede cambiar o desplazar ni una nota”.Y descubrimos que aquellos bosques, ríos y montañas terminarán formando parte de nosotros de la misma forma que parte de nosotros se quedará en aquellos lugares quizás para siempre. El ritmo de las piernas entonces se acompasan al de nuestros pensamientos y al silencio del alma. Desde las cimas de las montañas se comprende la armonía del mundo. Como escribió Ramond de Carbonnières, el vencedor del Monte Perdido, «sobre esas cimas que son los verdaderos extremos de la tierra, el observador, invitado al recogimiento por la grandeza de los objetos y el silencio de la naturaleza, contempla sobre su cabeza la inmensidad del espacio y bajo sus pies la profundidad del tiempo». Algo difícil de obtener cuando se pasa corriendo pendiente del cronómetro. Porque los paisajes requieren de la participación activa de sus observadores. El paisaje vivido es una experiencia vital, donde los sentidos sienten, el talento creativo se pone en marcha y el saber se enriquece con el conocimiento. Pero todo esto requiere integración en el paisaje y en sus ritmos. Y los ritmos naturales son lentos y no suelen ser compatibles con las prisas. De manera que no puede haber paisajes para el amante de la velocidad, que sin duda va buscando otras cosas: el esfuerzo, el record o la propia estética del gesto. Aunque, quizás, muchas de esas personas descubran un día el placer de recorrer el camino al ritmo del paisaje y sus pensamientos. Pues la montaña es uno de esos lugares que permite olvidarnos, precisamente, del tiempo, no de ser esclavo de él. Caminar, vagar, como bien dice Juanjo, permite reencontrarnos con los ritmos naturales, participar en la grandeza de los últimos relictos de la Naturaleza donde aún se siente la grandeza de nuestro planeta. Encontrar, en suma, nuestro sitio en el universo. Por eso necesitamos esos últimos espacios ajenos a la domesticación del ser humano, de nuestras últimas montañas donde podemos respirar aire puro, perdernos en un bosque de hayas, saltar un arroyuelo como un niño. No nos queda ya mucho pero todavía es muy importante lo que tenemos, pero lo necesitamos sin transformación, sin ruidos, sin masificación. Debemos preservar estos últimos lugares como el último refugio del espíritu. Por eso caminamos por las montañas con sosiego, al ritmo que marca el camino, no sólo por el placer obtenido por el ejercicio físico y el equilibrio que nos proporcionan los grandes paisajes, y también por la calidad de las experiencias obtenidas y los amigos con los que las compartimos, por un sencillo amor a las cosas de nuestra Tierra. La cima es, simplemente, su recompensa moral. Pues, en el fondo, somos vagabundos siempre en camino, nómadas que dejamos de serlo hace poco, donde el sentido de la vida es, como ya nos contaron los poetas, de Machado a Cavafis, es precisamente recorrer el camino. Esa búsqueda constante, que nos hace específicamente humanos, se recorre tanto por los grandes paisajes como por los oscuros abismos de nuestro interior. Ese legado impresionante de aventuras expresado en escritos, fotografías, poemas, músicas, documentales y películas, sumados a la acción y el conocimiento, es el que ha hecho de la montaña la causa más noble, la más cercana al corazón del ser humano. Por eso le he dedicado mi vida y por ello necesitamos, como bien nos invita Juanjo Garbizu, este Slow Mountain…

Así que les invitamos a disfrutar este libro, tan sensato que resulta imprescindible, y luego a ponerse en marcha. Da igual cualquier montaña o incluso sin destino ni rumbo fijo, a cualquiera de esos lugares donde, como dijo uno de los pioneros de la Antártida, podamos sentir “el alma desnuda del hombre”. En definitiva, a ser, como bien dijo Cortazar, -que acuñó una nueva y hermosa palabra en castellano- en ser VAGAMUNDO, es decir vagabundo del mundo.

No se arrepentirán.